lunes, septiembre 19

Acoso Callejero I Parte



Cuando era más chica me daba lo mismo caminar sola por la calle, aunque fuera de noche. Siempre me ha gustado caminar, sobre todo en esta época primaveral, me relaja. Pero anoche cuando volvía a mi casa tuve varias veces la sensación de que me seguían. Me daba vuelta a mirar y por suerte no había nadie.
¿Por qué el miedo entonces? No lo llamaría miedo, más bien era intranquilidad. No soy la tremenda mina ni me visto con escotes, minis, etcétera, pero no conozco a nadie con tanta historia de acoso callejero como yo.
Durante el colegio los agarrones en la micro eran pan de cada día. También estaban los tipos en bicicleta que salían especialmente a levantar faldas para después, de nuevo, apretar cueva.
Entrar al juego de la Monga en Fantasilandia era prestarse a ser violada a manotazos. Los gritos que se escuchaban no eran precisamente por susto al gorila (qué falso que era!) y por algo todas las mujeres nos pegábamos contra la pared.
A todos estos tipos de acoso una se acostumbra, es como caminar por afuera de una construcción. Es algo obvio, repetido, tanto así que si no te gritan algo, mejor devuélvete a la casa. Pero están los acosos que una no se espera, a los que una no sabe cómo actuar y que incluso sobrepasan el límite del pudor. Y a mí me han tocado toditos. Toditos los casos.

Algo raro que me pasó fue hace dos años atrás. Era domingo, como a las 10 de la noche y estaba por llegar a mi casa. Frente a mí venía caminando un hombre de unos 50 años con bolsas de supermercado en cada mano. Cuando estuvo a un metro de mí empezó a hablarme algo que no entendí, apenas escuché, como cuando a uno le preguntan la hora en la calle y por unos segundos cuesta un montón leer el reloj. Así me quedé yo.
El tipo se aprovechó de mi turbación y en un segundo dejó las bolsas en el suelo, se agachó y me sacó la hawaina del pie derecho. Ahí recién entendí que decía ser algo como quiropráctico y que quería saber si mi zapato era cómodo o no para recomendárselo a sus pacientes. Naturalmente no le creí (mi hawaiana era común y silvestre) y traté de zafar mi pie pero el tipo ya estaba muy entusiasmado y me hacía cariñitos feliz de la vida desde el pie hasta la pantorrilla. Como no logré escapar a la primera, junté fuerzas y me impulsé a correr dispuesta a sacarme la cresta contra el suelo antes de seguir consintiendo al fetichista. Pero el tipo no opuso resistencia y salí propulsada y cojeando tratando de mantener el equilibrio.

miércoles, septiembre 14

Mi calzón







Lleva más de una semana ahí. Plaza Italia, en plena Alameda.
Está colgando de la rama de un árbol, a unos tres metros del suelo. Es burdeo, grande para ser un calzón, pero nadie parece verlo.
La gente pasa apurada, mirando el suelo o hablando por celular. Ni siquiera me pescaron cuando estuve sacando las fotos. No voy a dar la lata con una reflexión sobre la calidad de vida del santiaguino, pero no deja de llamarme la atención que nadie lo vea. ¿Estamos ciegos?
Apenas lo vi empecé a mirar a la gente a mi alrededor para encontrar una explicación. Y nada, nadie miraba ni decía nada. Sólo caminaba.

Como está justo afuera del Jaque Mate, pensé que la prenda le pertenecía a una de las chiquillas que trabajan en el segundo piso del local haciendo horas extras. Pero mirándolo mejor es mucho más probable que haya sido lanzado desde otro edificio. Me gusta pensar que se enganchó al ser lanzado por amor, como una promesa y no que quedó ahí mientras desalojaban a la señora del tercero que debía tres meses de arriendo.
Quería compartir esto con ustedes, mis potenciales lectores. Recibo hipótesis, no pasen de largo, miren, imaginen y escriban.

domingo, septiembre 4

Things to do before I die

Suena Michael Bublé - Sway.

Parece truco publicitario y de cierta forma lo es. Como tal es muy bueno, pero la intención es otra. Les explico:

Anoche ví Mi life without me de la española Isabel Coixet. Una mujer de 23 (o niña de 23) se enteraba que en dos meses moriría a causa de un cáncer. A pesar del notición decide no decirle a nadie (ni siquiera al mil veces guapo Scott Speedman que hace las veces de marido en la película) y en cambio escribe una lista de cosas que debe hacer antes de morir.
La idea no es ponernos fatalistas. Sé, confío y espero que la muerte está varias estaciones más allá pero nunca está de más tener algunas metas claras.
Las mías no son del tipo "ser mejor persona" o "trascender", para cursilerías búsquese otro blog. Tampoco se basan en la típica trilogía "un libro, un árbol, un hijo". Modestia aparte, el libro ya lo escribí (de próxima distribución en su librería favorita), el árbol ya lo planté y el hijo ya lo aborté (un poco de humor negro, no podía no escribirlo, rimaba). Mi lista-de-cosas-que-debo-hacer-antes-de-morir es más simple. Es superflua pero honesta:

1. Aprender otro idioma. Disfruto viendo películas y escuchando música en idiomas que no entiendo. A veces, cuando la obsesión es mucha, hago traducciones propias.
2. Encontrar más capicúas. ¿Qué es un capicúa? Pues un número que se lee igual de izquierda a derecha que de derecha a izquierda. Como un palíndromo pero en números. Empecé a coleccionarlos hace dos años y el único que tengo es 1192911 en un boleto de micro.
3. Cantar Piensa en mí sobre un piano. Aún más, debe ser con el vestido que usa Michelle Pfeiffer en Scarface. Y claro, el piano debe ser de cola larga. Bien poco sexy sería hacer equilibrio sobre uno vertical con mi gracia de elefante. Y con público, sola no vale.
4. Conocer el lugar donde nací. No se puede morir sin volver al inicio.
5. Tener mascota. Nunca he tenido una y me encantan los animales. A los cinco años me regalaron un pollito a la salida del supermercado pero se murió a los dos días. Si tuviera un perro sería uno grande, tipo golden retriver o mastín inglés, me cargan los perros enanos y chillones.

He aquí el truco publicitario. Visite, lea, juegue, quédese y vuelva, lo estaremos esperando. No tienen que ser cinco. Tener claro una sola cosa indispensable antes de morir es bastante.


Suena Amee Mann - Red Vines.