domingo, diciembre 25

El gruero (o mi romance de verano)

Durante la semana pasada estuve trabajando en casa de una tía (la misma del post anterior). Ella vive en un barrio de gran explotación inmobiliaria, tanto, que se les ocurrió botar el cine Las Lilas. Justo al lado de su edificio hay una construcción y como tal, tiene una grúa tipo pluma, cuya central de mando dibuja un paralelo exacto hacia el ventanal de nuestro escritorio.

Yo llegaba todos los días a las nueve de la mañana y él ya estaba en su grúa con su overol azul. Nos saludábamos cortésmente y tomábamos desayuno juntos. Yo un té verde y él Coca Cola.
Si en algún momento de la mañana yo me distraía y miraba por la ventana, él me volvía a saludar y, sólo a veces, cuando se sentía con más confianza, me mandaba un beso. Yo, mucho más tímida, sólo me limitaba a sonreírle, aunque mi tía me decía que le respondiera el beso.

El gruero pasaba todo el día en la grúa y sólo bajaba a almorzar, a la 1. Yo almorzaba a las 2 así que pasábamos dos horas diarias separados. Cuando volvía, nos saludábamos de nuevo, pero esta vez él ya no tenía puesto el overol sino que figuraba en diminutos calzoncillos. Así, sin vergüenza alguna. Se notaba que el calor era su debilidad. En esa facha, si me mandaba un beso, yo me escondía y mi tía le respondía por mí. Era un romance provinciano de principios del siglo XX. Pasadas las 8 de la tarde se vestía y se bajaba de la grúa despidiéndose de nosotras.

Han pasado cuatro días desde que no lo veo. Mi tía me dice que escribió en la ventana de su grúa “FELIZ NABIDAD” y que tuvo que corregirle por señas su error. Él rectificó, siempre dispuesto a aprender.

La construcción va a estar ahí por más de un año. Uno de estos días invento cualquier excusa para ir a saludar, o quizá le lleve su almuerzo. No sé, algo se me ocurrirá, cualquier cosa les cuento.