domingo, octubre 23

La niña de Pavlov


El otro día estaba almorzando con unos amigos cuando me pasaron al teléfono al hijo de tres años de uno de ellos. Reproduzco el diálogo:
Yo: ¿Y qué almorzaste?
Él: ¡Nonaaa! ¿Qué almorcé?
Yo: ¿Cómo, no sabes?
Él: No me acuerdo.

Cuando corté el teléfono una de mis amigas me dijo "no le digas que no sabe porque puedes castrarlo". Ahí empezamos a discutir sobre las ventajas y desventajas de criar hijos aplicando la sicología. Que no se les puede gritar porque crecen inseguros y temerosos de ser padres; que hay que reforzarlos porque sino tendrán problemas con su vocación; que no les hablemos como guagua porque les retrasa el desarrollo.

Puras tonteras. Llevo vividos sanos 24 años siendo la primogénita de una novata madre alejada de toda superchería sicológica. Es más, conmigo se dedicó a experimentar. Prueba de esto es que antes de cumplir un año accedió a probar el famoso proceso estímulo/respuesta de Pavlov en mí. Todo porque una hermana suya estudiaba sicología o algo así. Me enteré de esto hace un par de años: apagaban la luz, me asustaban, acto seguido yo lloraba. Repitieron esto una y otra vez hasta que lograron que yo llorara sólo con apagar la luz.

Quiero aclarar, para quienes no hayan entendido la gravedad del asunto, que hoy en las escuelas de sicología enseñan lo mismo pero con ratones. Me atrevo a suponer que incluso pasan por sumario al estudiante que se le ocurra experimentar con guaguas.

Mi tía me preguntó si le tengo miedo a la oscuridad y confieso que estuve tentada de decirle que sí, que tengo que dormir con la luz prendida, que lloro incontrolablemente durante los cortos de luz. Pero le dije que la verdad, no me pasa nada con la oscuridad.

Cuando era un poco más grande mi mamá y otra tía (tengo tías para regalar) me llevaban a los columpios sólo para reírse de las caras de susto que ponía y los tiritones que me daban cuando me daban vuelo. Hoy no me dan miedo ni los columpios ni la velocidad ni las alturas.

Mi mamá también solía esconderse de mí en los supermercados. De esto todavía me acuerdo y el susto de saberse perdida atroz. O sea, soy el ejemplo viviente de que tanta tontera de la sicología moderna no sirve para nada; aquí estoy, medianamente normal. No quiero dar la idea de que mi mamá es una loca deschavetada ni que fue madre por venganza, apuesto que sus madres tienen algo que contarles. Es cosa de preguntar.

sábado, octubre 8

Acoso Callejero II Parte

El Entomocinéfilo

Nunca me ha gustado el día de mi cumpleaños. No es momento para explicar razones pero generalmente apago el celular, salgo temprano de mi casa y no vuelvo hasta tarde o simplemente me arranco de Santiago.

El día que cumplí 19 fui al cine Normandie, sólo por ir. No sabía de qué se trataba Microcosmos. Entré igual y me senté en la penúltima fila, al centro.

Como era miércoles el cine estaba más lleno que de costumbre y no me extrañó que un tipo cincuentón se sentara a mi derecha. Acto seguido puso su maletín sobre sus muslos y la chaqueta del terno encima, cubriéndole los antebrazos.


Deben haber pasado unos 20 minutos de gusanos, mariposas y hormigas caminando sobre hojas al ritmo de la música. Los bichos se movían acompasadamente y yo iba entrando en un profundo letargo.
Para tratar de espabilarme me enderecé en el asiento y crucé los brazos. Pero mi mano izquierda no se encontró con mi costilla derecha. Sobre ella había una mano. Me dan escalofríos cuando me acuerdo de la cara de palo del tipo, con su mano en mi costilla y mirando los bichos de la película concentradamente.

Eso sí, debo reconocer que su trabajo fue de relojero porque no me había dado cuenta de nada. Lamentablemente para él, lo pillé a medio camino, le grité un par de garabatos y salí corriendo del cine.

Sigo yendo al Normandie, pero nunca sola. Tampoco volvería a ver películas sobre insectos.


Vea además:

Acoso Callejero I Parte