sábado, diciembre 16

10 de diciembre, 2006


Quise dejar pasar unos días antes de escribir sobre la muerte de Augusto Pinochet. Tal vez así podría escribir algo más cuerdo, ordenado.

Confieso altiro que no me resultó. Todavía me confunde y no sé bien cómo explicarme. Cuando supe la noticia, me alegré. Y sigo contenta.

Nunca le temí al cuco o al viejo del saco. Mi imagen del miedo siempre fue la de Pinochet. En mi casa él era el malo de la película, el culpable de todo, e incluso, el asesino de Allende. Así de tajante. Yo crecí creyendo que Allende fue asesinado por el golpista, tal cual.

Después me pude armar mi propia película pero nunca he podido separar de la palabra Pinochet la idea de maldad, de arrogancia, de crueldad, de abuso, de tortura.
Cada vez que aparece su rostro en la TV se me apreta el estómago.
Cada vez que oigo hablar sobre los detenidos desaparecidos se me mojan los ojos. Es un tema demasiado visceral para mí.

Es un tema de guata.

Por eso cuando entrevisté hace años a Viviana Díaz me importó un pito dejar de lado mi papel de periodista para abrazarla al despedirme. Por eso cuando entrevisté a Gladys Marín en la sede del PC se me llenaron los ojos de lágrimas. Por eso cuando trabajé en Plaza Italia el domingo pasado hasta la 1 de la madrugada lo hice sonriendo. Toda la gente con la que hablé ese día me dijo algo que recordaré.

Había un joven que celebrabra con un puro y grababa todo con una cámara de video para luego explicarle a su hijo por qué celebraba la muerte de otro.

Una mujer pintó en su cara y en la de su familia "Muerto el tirano" y gritaba "Ahora sí que se abrieron las alamedas".

Otra, sostuvo por horas una foto de Allende como homenaje a su presidente. El mejor, según ella.

Todas estas reacciones las entiendo y las comparto. Son familiares. Lo que no puedo entender, aunque me esfuerce, es a los pinochetistas. No entiendo ese fanatismo ciego, esa falta de memoria, de cordura. Y la poca vergüenza.

Durante estas semanas Luz Salgado se transformó en el símbolo de la estupidez humana para mí. Al otro lado está Francisco Cuadrado Prats, quien hizo la cola por horas afuera de la Escuela Militar sólo para escupir sobre el cuerpo inerte de Pinochet. Se dio un gusto. Y lo entiendo. Lo entiendo y lo comparto. No se puede tener respeto por alguien que no lo tuvo por nadie. Por lo mismo canté ese domingo "¡Que lo tiren al Mapocho!" y seguiré cantando y celebrando su muerte porque con ella desapareció la mayor vergüenza de la historia del país.

Querría borrar su imagen. Querría no sentir tanto desprecio. Tanto odio. Pero no me sale.